Reconstruir las piezas rotas

Dejando cicatrices

Mónica Vega González
7 min readJun 22, 2021
Pixabay.

Estoy hecha de palabras. Suelo aseverar en conversaciones donde puedo ser yo misma, que escribir es lo que me permite respirar. Llevo casi dos años sin escribir una historia personal, de transformación y búsqueda, en un solo espacio. Esta tarde mi cuerpo, mi mente y mi alma me susurran que debo seguir posponiendo los quehaceres del día, para llevar a cabo la tentativa de expresar en frases, de diferente largor, mis pensamientos.

Comienzo con mi ser mujer: porque es imposible dejar de serlo. Porque es necesario reestructurar preceptos. Porque urge elegir mis opciones. Y porque también es importante compartir esas decisiones con mi mundo, que es mi gente, la cercana que habla mi mismo idioma, la del día a día con la que se convive y también se comparten historias. También, compartirlo con misma. Una vez se hayan tallado en este espacio parte de las emociones que llevo a cuestas, a diario.

Como mujer he estado toda mi vida sola. Ningún amor concreto, en pareja. En mi presente, y cada vez que cumplo un año más de vida y me alejo de los veinti tantos, se me hace más difícil aseverarlo. En mi presente — que suele estar rodeado de relaciones efímeras — pocos lo saben. ¿Razones? Varias. Crianza, vivir sin empeñarse en lo que dicta el mundo y la cultura, no ser una prioridad cumplir con una lista de expectivas porque mis decisiones me han llevado por otros caminos, reeplantearse si es cierto eso de no querer compartir la vida sentimental con alguien, darse dos veces contra la pared, errando, tratar de reconstruir las partes rotas con la plena consciencia (o a veces ni eso) de que dejarán cicatrices, y por ende, el dolor será evidente. Todo lo anterior puede ser un buen resumen. Vamos por partes.

Crianza. Mi madre es una mujer fuerte, independiente y completa. Decidió mucho más tarde que sus contemporáneas casarse con mi padre. El recuerdo a su lado ha sido observarla luchando por lo suyo, por siempre tener su autonomía, y por inculcarle esto a sus hijas. Ahora de mayor puede que sus aseveraciones cada vez que se refería a un hombre, fueran duras, o muy definitivas, impidiendo ver al ser humano más allá de su género. De todas maneras, así crecí, pensando que no necesitaba mitades a mi lado, que no era mi prioridad, que nunca era el momento. Y así han pasado los años.

Rumbo de vida. En mi existencia he tenido múltiples experiencias, fuera y dentro de lo que llamo mi lugar de origen. En ese querer formarme intelectual, espiritual y personalmente, se ha ido el tiempo viviendo y en esa misma vida no se han empleado las horas en amoríos. Sí, en ilusiones pasajeras, pero esas solo terminan en canciones cantadas con pasión en la ducha, en el auto, o en lecturas y pensamientos románticos, que al final, son solo eso: un tipo de celebración — idílica — por lo sublime del amor y de las relaciones, aunque en términos de pareja estuvieran ausentes. Al fin y al cabo, el amor y las relaciones son más que compartir la vida íntima con una sola persona.

Heridas. Hace cuatro años que vivo sola en un pueblo solitario, y muy individualista. Me he rodeado de una cultura extraña que venera el tiempo en soledad (el ensimismado), el trabajo exacerbado, las visitas con hora de llegada y hora de salida (no tomes más ni menos, sino lo justo), y en donde la lista de nombres es escasa. En esas visitas con tiempos marcados es poco lo que se consigue, una, dos, tres horas de sosiego, de cuatro o cinco palabras compartidas, y volver así a la rutina, casi como una visita de médico. Hasta la próxima cita, cuando haya cupo. Esto me hizo plantearme si era el momento de asentir a lo que me había dictado el mundo desde que tengo consciencia: ¿será que tengo que optar por buscar más activamente compartir mi vida con alguien? Dos intentos fallidos. Uno que dejo muchos espacios en blanco en el afán de esconder vulnerabilidades y tenerle pavor al compromiso y a mostrarse sin más, en toda la emoción y el pensamiento que nos compone. Otro que marcaba la línea de amistad, a tiempos fría, a tiempos dudosa, en donde me perdí esperando un potencial que solo existía en mi propia cabeza. No es fácil que te digan “eres todo, pero ese todo no lo quiero para mí”. Y luego las miradas, los abrazos y el tiempo compartido parecen gritar otros sentimientos, pero sus palabras nunca han concordado con mi intuición. Estas últimas dos experiencias me llevaron a querer reconstruir mis partes rotas, porque terminé en el suelo, con mi autoestima destrozada.

Cicatrices. Me reeplanteé mi valía. La reestructuré y la garabateé como pude en mi cerebro, en mi corazón, en mi vida. Y en mis cuadernos. Escuché frases que me desubicaron, injustas. Esas que miran el cuerpo, que juzgan el físico, que te hacen darte cuenta, por milésima vez, que vivimos en la cultura “del envase que desprecia el contenido”. “Baja de peso para que tu venganza sea certera.” “Sonríe aunque estés rota por dentro.” “No es tan importante, fue solo una ilusión.” Entre muchas otras. Miradas paternalistas, a esa Mónica buena, que vale mucho, que es bella por dentro, muy adentro, pero que parece (parecía) que era solo eso, la eterna compañera amiga. Y no, que no es cierto, eso lo he descubierto ahora. No es cierto porque el mundo no gira solo en una persona que no es “capaz de recogerte mientras tú te quieres dar por entera.” Definitivamente, como diría Elvira Sastre: que no es capaz de alimentar tu vida porque “las migajas no alimentan un corazón hambriento.”

“Alguien que entienda lo que quiero decir cuando me quedo callada.” Esto también lo escribió Elvira Sastre en uno de sus poemas. Y me volví a encontrar en sus letras. Volví a aprender a no conformarme. A entender que todos merecemos a un otro que te recalque que eres importante. A un otro al que le brillen los ojos al verte, y no escatime en decirlo, sin dudas. Con arrojo, compromiso, y complicidad. Que te diga que sí, que eres suficiente. Eso.

Hace casi dos años me he vuelto a mirar al espejo, al principio con miedo, ahora — y poco a poco — con acogida. Me pregunté, ¿qué es lo que tiene que cambiar en mi vida? ¿cómo vas a recuperar tu autoestima? ¿para quién? ¿cuándo? Descubrí que lo que tenía que cambiar era mi bienestar. Estar bien para luego compartirme mejor con los demás. Cómo. Dándome la oportunidad de aprender poco a poco, por decisión propia y no por complacer a nadie, sobre cómo podía ser una mejor versión de mi misma, desde lo físico (mi alimentación, mi actividad física, dónde estaba poniendo mis energías) hasta lo espiritual y personal (tarea mucho más complicada por lo que me falta mucho por hacer). Para mí, por mí. Ahora.

“En la vida llegaremos con la herida convertida en cicatriz”, dice Olaizola, alguien que me acompaña día a día en este caminar a una mejor versión de Mónica. Se queda la cicatriz, se queda parte del barro en la suela de los zapatos. La marca indica que se ha recorrido un camino, con aciertos y desaciertos. Acoger la marca es la vida misma, aprender a amarla es crecer sabiéndose muy poco infalible, pero no por eso falto de compromiso y entereza.

Mirarse con misericordia. Aceptar los tiempos, aunque duelan. Pasar la página porque es lo que merezco, lo que merecemos. Aprender sin rencores (tarea renovada, difícil y afanosa). Respetar los tiempos de los demás. También sus formas, sus decisiones. Dejar de encarcelar el mundo de los demás con mis preceptos, más si estos idolatran las perfecciones caducas que te venden la cultura, y los sentimientos efímeros. También no dejarse encarcelar por los preceptos de otros, por la falta de mirada.

“Quererla con lo que tiene”. Quererse con lo que se tiene. “Querer a la persona, no tan solo algunos de sus rasgos”. Saber entender que “cuando yo acepte tu diferencia y tú aceptes la mía, seremos iguales”. Con todas sus formas. Con todos sus defectos. Yo opto por amarme así, tal cual soy. Así, tal cual he querido ser. Así, con todo lo que yo misma he construido en mi cuerpo, en mi mente, en mi espíritu. Regalemos libertad. Vivamos en libertad. No la que se cierra en sí misma, eso no es libertad, sino la que se mira en los ojos de los demás con confianza, la que baila al ritmo de sonrisas y abrazos, de palabras difíciles, de roces y caricias, de vida. Yo he optado por mirarme en el espejo y amarme. Y he aprendido que así voy acertando, mientras me tomo el riesgo de amar a otros. Y ellos se toman el riesgo por mí. Un baile, ¿recuerdan? Un recorrido lleno de heridas cicatrizadas. Porque somos “fragilidad entusiasmada de soñadores que no se desesperan, sin renunciar al mañana aunque hoy nos toque la tormenta.”

No me cierro al amor, pero de algo estoy segura: Quiero que sea contundente. “Que sea canción, y no silencio.” Sigo reconstruyéndome, y continuaré con este afán toda la vida.

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Mónica Vega González

Literata y editora de carrera, estudiante de por vida. Escribiendo desde el silencio, pero siempre en salida ante el mundo.