Poca memoria en el amor
Crónicas de la presencia contemplativa de mi madre
Niñez. Tendría cinco, seis, ocho años. Pizarras por todos lados, el cuarto de atrás repleto de libros y juguetes. La hora del juego, que nuestra madre sea la maestra. ¡Gritos! Manipulaciones de la niñez de una niña con demasiado carácter y personalidad. ―“Vamos a visitar a mengano”, ―“No quiero, yo me quedo en casa”, ―“¡Nos vamos, estamos todos listos!”. La niña de cuatro o cinco años se quitaba su ropa, porque ella se quedaría sola en su casa. Entiendan, una niña de cuatro años ha decidido que no quiere ir. No, mi padre no era el que entraba a la casa, era ella, la de la regla, la de la disciplina, la que mantenía la orquesta en tempo y melodía. Unas cuantas palizas, lágrimas, y la ropa de salir en el cuerpecito de aquella niña de cuatro años, que a gritos se unía a la ganga de cuatro hermanos, padre y madre a visitar a mengano o a ver jugar a su hermano mayor en un parque de pelota.
Toca salir de la casa, dejar el cuarto de atrás, ponerse el uniforme de la escuela. Habrá que aprender fuera de casa porque mami y papi trabajan y ya llegaron los seis años. El pre-kínder fue un sueño, ayudaba en la cocina, jugaba, me hacía amiga de la maestra, pero hay un recuerdo que nunca he sabido si fue sueño o realidad. Llegaban mi hermana mayor y mi madre, y pasaban todo el día conmigo, hasta el momento de la siesta. Y la niña de seis años moría de felicidad porque ese espacio donde podía ser libre y aprender lo compartía con dos de sus más amados tesoros. Luego, era el turno de kínder, la escuela que quedaba a cinco minutos de otra escuela en donde mi madre era maestra de ciencias. Recuerdo mis ansias, no solo de que mi padre me buscara y me comprara dulces en el kiosko de deleites que había en la escuela, sino para actuar el papel de nena grande que siempre me ha gustado ejercer, el de ir al trabajo de mi madre y ser el centro de atención, mientras me quedaba al lado del escritorio de la maestra de ciencias, observándola dar clases.
Llegaron los años duros. Primero, segundo, tercero… hasta noveno grado en el colegio donde mi madre enseñaba. Los primeros años no fueron tan difíciles, era la niña medianamente inteligente, delgada, bonita, con el mismo increíble carácter, con experiencias “difíciles” para mi edad, como llevar una lonchera de Hércules y que mis compañeros se burlaran de mí, sobre todas las niñas, muy niñas, que ejercían muy bien sus roles aprendidos. También, otro recuerdo “complicado”, que uno de los principales me castigara por haber estado distraída en el “espacio sideral” mientras él llamaba a mi nombre para incluirme en su juego.
¿Los años realmente duros? Sí, esos llegaron. El cuerpo empezó a cambiar, los cachetes crecieron, ya no era la chica delgada. Complejos, dudas, las calificaciones comenzaron a bajar, era difícil entrar en los parámetros de un colegio que tenía medidas muy específicas, y también sus preferidos. ¿Mi madre? Ella siempre estaba allí, por los alrededores, dentro de los predios del colegio fue madre hasta el cuarto grado, cuando no tenía que enseñarnos ni a mis hermanos ni a mí. De todas maneras, llegó el quinto grado y conocí a Evelyn González, la maestra. Fue el único examen final que no tomaba, tenía que hacer un buen papel frente a la maestra de ciencias, que en ese momento era tratada de “usted”, y de “maestra”. Sin privilegios. Con regaños, como a cualquier otro alumno. Con excursiones divertidas que mantenían el vigor de los que como yo participábamos en la limpieza de varios ecosistemas, en los dos viajes educativos a Disney, en conocer a Puerto Rico, cada recoveco de su biodiversidad, y comenzar a apreciar el planeta y la vida misma de muchas maneras. Ella seguía siendo madre, pero yo no lo sabía. Mi madre siempre fue madre y maestra para todos los que estaban a su lado. Todavía lo es, desde el pequeño milagro de una puesta de sol, desde una salida de playa en la que nos explica, nuevamente, la función de los mangles, y cada una de las partículas que encontramos en la arena, hasta suspirar por ver el brote de una flor en su pequeño jardín a las afueras de mi casa.
Seguimos la cronología. En esos años difíciles de quinto a noveno grado la autoestima de la niña que una vez tuvo cuatro, cinco, seis años no era la misma. Había dudas, inseguridades, cuestionamiento de mi valía espiritual, corporal, e intelectual. Casi de manera imperceptible mi madre iba manejando las cuerdas de mi entorno, levantaba una para que me diera cuenta de las diferentes capas de mi ser; levantaba otra para seguir enseñándome cómo amarme, y amándome, cómo volver a recuperar la música de la existencia, que embellece todo, sin importar nuestros empeños mentales. Hicimos una dieta juntas, lo recuerdo como ayer. Qué terror subirme a la báscula de aquella oficina, y que me reiteraran que estaba en sobrepeso, casi obesa. Bajamos muchas libras, las que han vuelto y se han ido un sinnúmero de veces. ¿Lo importante? Que en lo escondido, mi madre volvía a escarbar en los cimientos de mi persona, volvía a esculcar en la Mónica que nunca se creyó bonita, ni espiritual, ni corporal, ni intelectualmente.
Llegaron los días de la high school, de salir del mundo protegido, del pequeño espacio que habité por nueve años de mi educación, a otro entorno más grande, más abierto, mucho más diverso. ¿Por qué no otro Colegio? Porque mi madre sabía que tenía que crecer de manera diferente. Ahí encontré mi vocación. El amor a la literatura, a las artes, a los idiomas y al español. Me volví a mirar al espejo y me contemplaba diferente. Mucho más segura, con ganas de compartir todo eso que se iba construyendo en mí, de maneras productivas y sanadoras.
Llegó la Universidad. Y es una historia larga. Cinco años, de lo que llamamos Bachillerato en Puerto Rico. Hubo altas y bajas. Volví a aumentar de peso, algunas inseguridades volvieron porque no llenaba los estatutos estéticos del mundo. Ella seguía allí, mirándome cambiar, observándome crecer. Tuve mi primera experiencia lejos de Puerto Rico y los Estados Unidos, y me fui seis meses a Salamanca. Mi madre fue conmigo en el avión, y hubo momentos difíciles en los que esa mujer que me daba todo, se sentía culpable por mis poco pensadas actitudes. Aun así allí me dejó, porque era mi sueño. Ocurrió el milagro de Skype, y de sentirnos cercanas a través de la tecnología. Terminé mi Bachillerato y el siguiente paso era vivir en Barcelona. Críticas, comentarios al aire, “que madre consentidora, que trabaje la joven y deje de estar estudiando”, ella siempre fuerte, siendo cómplice de lo que llevaban de construidas mis alas. Pulgueros. Limpieza de autos. Bailes de recaudación de fondos. En fin, sudor, sudor, sudor. Un esfuerzo que también acontecía como si fuera poquita cosa, en lo cotidiano que se desmejora cuando las personas dan por sentado.
Llegó Barcelona. Fue un año difícil; de rupturas, incomodidades y dudas. Mi madre seguía en la pantalla de mi computador, desde el mismo Skype que conocimos por primera vez en Salamanca. Nunca faltó un mensaje de buenos días, a veces eran poemas, o alguna oración inspirada en sus momentos de meditación y contacto con lo divino. A veces hasta rezábamos juntas, aunque yo estuviera en el Padre Nuestro del rosario, y ella en el Avemaría, por el retraso de la conexión de internet y la lejanía. También hubo visita, y Camino de Santiago, y muchos desplantes de la niña de 23 años, que a veces se comportaba como aquella de cuatro o cinco años. Hubo lágrimas. Reproches. Aun así, siempre había espacio para el perdón, y para ser madre.
Los dos años que siguieron a mi llegada a Puerto Rico, después de Barcelona, han sido los más duros y decisivos de mi vida. Mucha inseguridad. Demasiado silencio. Fui construyendo murallas, mientras mi madre me observaba en el silencio, permitiéndome ser libre incluso en mi error. Parecía que hablábamos dos idiomas diferentes, hasta que en un momento específico mis ojos y mi ánimo claudicaron de la farsa. Lloré como nunca, y la que primero llego a mi lado, fue ella, mi madre. Me abrazo y me dijo: “Mónica, siempre he querido saber que anhela tu corazón, es mi mayor deseo, pero si no lo compartes, cómo acompañarte”. Lloré mucho más, y ella seguía abrazándome y recalcándome “en lo que decidas, te vamos a apoyar.”
Ahora estoy en Bloomington, la razón de aquel llanto desenfrenado. Fui construyendo mis planes en silencio por miedo al rechazo. Fui enarbolando mi siguiente plan, un poquito sola, porque tenía miedo del otro y de mí misma. Ella seguía allí, aunque mis miedos no me lo dejaban ver. Mirándome. Rezando por mí. Apoyándome.
Estoy en uno de los momentos más plenos de mi vida. Soy muy feliz. Siguen las llamadas por teléfono, casi diarias, aunque más cortas porque hay mucho que leer y trabajar. De todas maneras, ella sigue allí, siempre con tiempo para mí. Al tercer timbre, contesta. Si no ve la llamada, me la devuelve en cuanto se da cuenta y me recalca: “siempre tendré tiempo para ti”. En el baño, en su jardín, en la cocina, en el sillón de la sala, en el carro, en el mall, haciendo la fila en una oficina gubernamental, siempre contesta. Y sigue observando en silencio. Y hace muchas preguntas. Y quiere saberlo todo. Y está bien porque es mi madre, porque me lo ha dado todo, porque es mi más sublime milagro.
Desde pequeña, cuando no quería estudiar porque “así no fue como lo explicó la maestra”, ella ha estado allí, moviendo las cuerdas, desvelando las capas de mi ser, enseñándome por qué vale la pena vivir, alimentando mi espiritualidad y mi amor a Jesús. Ha estado en los temas de política; en las discusiones sobre cómo mejorar el mundo; en mis rupturas y existencialismos; en mis corajes; en las decepciones; en la preparación del desayuno, el almuerzo y la cena. Sigue escuchando quejas, sigue sonriendo y repitiendo que “todo estará bien”, que hay que seguir aprendiendo las reglas de acentuación de nuestras vidas; que no es viable rendirse, que no todo tiene que estar bajo control, que ella, junto a mi padre, estarán allí, continuando este baile conmigo. Nunca olvido esta música. Tampoco que los pasos accidentados son señales de que siempre queda mucho por aprender. También, que, si fallo un paso o me caigo, siempre habrá una mano que enderece mi espalda y me permita recuperar el ritmo.
Madre, gracias por amarme a pesar de la poca memoria. Gracias por cuidarme, a pesar del olvido de que estas piezas que siguen juntándose para formar quien soy, han sido puestas con tu ayuda, con la ayuda de correr el bendito riesgo de la cercanía. De no dar por sentado. De encontrar pequeños hálitos de esperanza en el sonido de un pájaro, en el brote de una flor, en la conversación con un extraño, en las amistades que vamos construyendo y reforzando en nuestro camino por el mundo. Gracias por ser madre, y por amarme. Feliz día, hoy y siempre. Te amo.