No es casualidad. Es lazo.

Historias que convergen y desvelan la vida

Mónica Vega González
8 min readFeb 21, 2020

Cuando varios sucesos se juntan en un día que lleva solo cinco horas de vivido y se encuentran en un punto de convergencia que le da sentido a la vida, tengo que tomar una pausa para escribir. No son casualidades, insisto en que la vida otorga mucho más que encuentros casuales que parecen que solo son actos del azar, momentos que nos hablan inmediatamente, pero de los que el significado se esfuma, como burbujas: queremos pensar que simplemente nos regalan el estupor momentáneo que se acaba en el justo momento de ver desvanecerse el círculo perfecto de espuma. Pero no, es algo más.

Desde hace unos meses y tratando de perseverar en la desconexión con el mundo virtual y la necesidad creada por uno mismo de buscar material en el día a día para documentar en las redes sociales, me he fijado en las relaciones más cercanas que tengo en mi presente, y he descubierto significados renovados. Debo admitir que, aunque la lista de nombres es extensa, vienen a mi memoria solo cuatro o cinco nombres específicos que me han dado a probar en qué se basa compartir la vida, en la misma geografía y en suelos distantes de mi presente. Sobre todo, he podido identificar ese darse al otro en la espontaneidad del ser.

Hace poco escribía, en un poema en prosa que surgió luego de un momento de oración, que no todo el crédito de las relaciones y de la apuesta por la belleza me pertenecen. Me inclino a pensar que es bonita la vida, que es profunda e intensa, porque las personas a mi alrededor me han permitido vivirla de esa manera, completando mis conceptos y, a la vez, permitiéndome encontrar las tonalidades de colores que nos abren el universo y la experiencia misma.

El día a día a veces se torna en horas que pasan continuamente, y en rutinas que nos hace pensar que las horas seguirán pasando y que nosotros seguiremos en movimiento por el mundo en el que la única certeza que tenemos es la muerte. Nos decimos “hola” como rutina, nos decimos “adiós” sin mirarnos a la cara y siempre corriendo, dejamos frases como “hola, ¿cómo estás?” incompletas, porque se ha vuelto una costumbre cordial, y no la puesta de atención a ese otro que puede que no esté bien, pero que responde “todo bien, ¿y tú?”, y nuevamente ese “¿y tú?” se queda sin respuesta. Queremos amor, pero lo damos a medias. Ansiamos atención, pero estamos ocupados. Anhela nuestro corazón el ir codo a codo abrazándonos de diferentes maneras, pero es muy cursi vivir así, hay que elegir cuándo demostrar ese amor para que “no canse”, para que “no se agote”, porque vivimos midiendo lo que damos.

Algo que aprendí en ese mes sin redes sociales (acepto que no es suficiente tiempo, aunque he modificado mi necesidad de ellas), es a fijarme no en lo que me quita la paz, que siempre es algo insignificante comparado con todo el amor que recibo. Traté con todo empeño de prestar atención a lo que pasaba a mi alrededor, dejando el celular a un lado. También aprendí a gustar del malestar, aunque suene a paradoja, “que el malestar con la vida y las relaciones viene y se va, no todo el tiempo mi vida la traduzco en poesía”, me convencía. Me he persuadido de que está bien acoger la molestia y no culparnos demasiado, porque la vida está cambiando y no ocurre esa metamorfosis de la noche a la mañana. Y aunque admito que muchas veces el celular a través de whatsapp es el que me recuerda esas cercanías, de todas maneras, también ese espacio virtual es la puesta en escena del amor que me estaba perdiendo en el empeño de fijarme en lo que no tenía, y dejar a un lado lo que sí me acompañaba. Recibir mensajes espontáneos como: “¿cómo te fue en la presentación?”, dejándote saber que han pensado en ti, y se han acordado justo en el día en que presentabas, y han optado por regalarte cariño. U otras tan simples como “buenos días”, “te amo”, “hoy me levanté pensando en ti y quise escribirte”, “qué tengas bonito día”, “¿te veo en el departamento?”, “te he echado de menos”, son las puestas de atención que no contemplamos lo suficiente. De la misma manera, también ha habido la manifestación del amor pronunciado cara a cara que se plantaba a mi lado o frente a frente completando las frases que llegaban por mensaje de texto: “qué bonito ver a mis personas favoritas”, “qué guapa te ves hoy”, “siempre estás bella”, “qué bueno hablar contigo”, “se me olvidó algo en mi locker porque estaba hablando contigo, pero es que anhelaba realmente hablar contigo”, y un sinnúmero de manifestaciones de lo sublime.

Además, también se une el descubrimiento de saber entender que las geografías a simple vista lejanas también son capaces de unir a dos o más personas de maneras renovadas. Pienso en un alguien específico que me escribe constantemente: “¿cómo te sientes hoy?”, “¿cuándo hacemos una videollamada?”, “¿viajamos juntas este verano?”, que en mi mundo me hacen experimentar en qué se basa hacer del otro algo realmente especial, y de lo que tomo prestado para tratar de ofrecer lo mismo, con la espontaneidad de que nos tenemos mutuamente y nos celebramos. Sobre todo eso último, saber decirle al otro que lo celebras, y que no te da pena confesarlo.

En estos últimos meses he abierto mucho los ojos, y aunque todavía estoy en guerra con las maneras de proceder de mi entorno (es una batalla del día a día), también es importante no confiar demasiado en nuestros propios pensamientos porque no son certezas, ni sentencias infalibles. Cada día me convenzo más de que la vida se trata de amarnos a nosotros mismos, pero con la meta de poder aprender a amar con el otro, esa persona que también tiene sus luchas y que nos espera de maneras diferentes a las nuestras.

Hoy me llevo en el corazón un pensamiento que he leído de una de las personas que más me inspira en mi presente y en mi día a día, que habla de esta manera:

“Cuatro palabras cerraban el debate del lunes. Resonaban como si de una melodía conocida se tratara. Agradecer. Perdonar. Decir te amo. Decir adiós. Quizás, sin embargo, no es necesario que esperemos el último momento. Agradezcamos, hoy. Perdonémonos. Digamos a quienes amamos que los amamos. Y démosle calidad en cada adiós”.

Esta última línea me hizo tiritar, me erizo la piel: cómo decir ‘adiós’ todos los días como si fuera una frase que hemos aprendido recién, que todavía pronunciamos con sorpresa. Cada día decimos ‘adiós’ con la esperanza eterna del ‘hasta luego’, pero si viviéramos pensando menos en el ‘hasta luego’, viviríamos y amaríamos más intensamente.

Esto último lo compartía con una amada amiga, que se ha vuelto también en ese otro donde se descansa, a pesar de la separación geográfica. Ella va a experimentar un ‘adiós’ en unos días, un ‘adiós’ que causa tristeza, no podemos tapar el sol con un dedo, pero al fin y al cabo un ‘adiós’ que causa penurias porque tiene una historia de amor, porque significa compartir memorias que en la lejanía se conservan o se pierden. Aunque, ¿realmente se pierde esa retentiva del misterio de las relaciones? No lo creo. Eso sí, lo que también significa es cómo todos y todas vamos a optar o no, por continuar esas relaciones a pesar de la distancia. Y quién sabe simplemente se basa en aprender a decir ‘adiós’ con el abrazo cálido, con la mirada llenísima de ternura en el otro que nos sirve como reflejo, en donde dos cuerpos se reconocen y se saben bendecidos. Ojalá los próximos ‘adiós’ conlleven mirarse a la cara con afecto, sin la certeza que nos quiebra y nos convierte en seres aislados que piensan que siempre habrá otro momento. Que el instante sea ahora, y que nos digamos “adiós” y “te amo” sin problematizar sus letras.

Termino con algo que es más que una simple casualidad, con la manera en que la vida te habla en el encuentro de la experiencia diversa, de las voces distintas que se nos unen en una:

A menudo pienso que tengo dentro un baile de luces y sombras. Las luces se ven, son el reflejo de otro fuego, de una Palabra, y el destello de algún talento que no es mérito, sino regalo. Las sombras se intuyen. Son fantasmas del pasado. Viejas cicatrices que a veces deciden recordarme que estaban allí. Una carrera contra uno mismo. El miedo a sentir demasiado. Quizás sea el vértigo de esas batallas inacabables lo que se convierte en verso. O en fe. O en actividad incesante. Como si el baile fuera el único modo de acallar el ruido. Qué extraña esta humanidad tan vulnerable y tan fuerte al tiempo. Qué frágiles somos, ¡caray!

-José María Rodríguez Olaizola.

Lo vulnerable y lo fuerte, no son conceptos que se contradicen. Una amiga dirá “adiós” en unos días. Una prima amada cumplirá dos años de haber muerto a finales de febrero. Otra amada amiga comparte su reflexión sobre “agradecer, perdonar, decir te quiero, decir adiós”. Y yo pienso en que los adioses se siguen diciendo sin cuidado. Y también me inclino a pensar en que la vida no se trata de casualidades, sino de encuentros, que le hablan a uno en el día a día y en la experiencia personal y colectiva de todos. Esta continua batalla en la que todos participamos, “entre luces y sombras”, entre cercanías y distancias, entre arrojos y evasiones, y, en ocasiones, miedos que nos quitan la naturalidad. Este bendito baile que en este preciso momento en el que escribo, me quita el aliento. Por favor, sigamos bailando.

Las despedidas de hoy fueron mirando al rostro, específicamente a los ojos. Otras fueron de abrazos, de amigos, de estudiantes, de personas que vuelcan mi mundo y me permiten extender las comisuras de la boca en una sonrisa. Los viajes en el bus, la llegada a la oficina, el caminar por los entornos que se han convertido en hogar, compartir un café, una comida, hablar sobre literatura, desahogar penas y discutir responsabilidades también pueden ser la experiencia del milagro en lo cotidiano. Ojalá que podamos renovar los adioses en nuestro recorrido por el mundo, y que mientras nos despedimos sigamos amando.

¿Por qué lazo? ¿Por qué no es casualidad? No tengo una sola respuesta, pero una de mis hermanas comenzó a descifrar el acertijo: “será que las almas que se abren al encuentro y al amor se unen como lazos que trascienden. Por eso las casualidades son como ese lazo que nos une y nos hace pensar en el otro”. En las historias de amor de nuestro recorrido por el mundo. “Vivir es estar alerta de todo lo que sucede mientras respiramos. Eso es realmente vivir”. Mónica, “No es casualidad. Es lazo”.

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Mónica Vega González

Literata y editora de carrera, estudiante de por vida. Escribiendo desde el silencio, pero siempre en salida ante el mundo.