La nada desde donde encuentro la belleza

Mónica Vega González
6 min readMay 13, 2018

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Quién me dijo que el sufrimiento no es la vida misma

Las escaleras no siempre deben tener un comienzo o un fin. Al menos no el que es físicamente evidente.

Luego de que ha acabado un semestre intenso, he pasado una semana extraña. Al parecer, al estar continuamente ocupada, acallé mi mente con respecto a lo que pasa a mi alrededor y lo que pasa en el mundo, a pesar de mi poca o nula consciencia. Me ha costado concentrarme en las tareas diarias, he recibido noticias que me han jamaqueado un poco, o bastante. El mundo que habito se ha dividido en partes que me toca reconstruir, aunque dejen marcas.

Últimamente me he planteado para qué luchamos los seres humanos en esta vida, cuáles son nuestros propósitos, de qué estamos hechos, para qué existir. Tengo respuestas inmediatas, y también reconozco que son lapsos existenciales que van menguando, acrecentando, y solucionándose a medida que se vive. Eso, vivir y nada más, porque todo se encuentra allí, en la vida misma que se nos da a medias, pero que es un nuestro todo inmediato — sí, las ironías también son parte de ese existir — .

Llevo meses leyendo las palabras de muchos autores, llenando mi mente de teoría, literatura, ideas coherentes e incoherentes, pero en este receso que ha empezado hace unos días, me he dado cuenta que he acallado poco a poco las palabras que forman parte de mi experiencia y mi crecimiento diario. De momento, me preocupa nunca tener tiempo para recuperar esas palabras y tratar de balbucearlas en la escritura. La palabra escrita siempre ha sido para mí la manera en que puedo lidiar mejor con el mundo, la forma en que puedo reescribir mis entornos para caminar con más soltura. Si la pierdo, ya siento que me pierdo a mí misma. Hoy dejo que mis pensamientos fluyan y se traspasen al papel mientras muevo mis manos al ritmo de mis ideas, manos que a veces pierden el ritmo y ya no lo pueden escribir todo. Incluso en ese desprendimiento de frases sueltas, que a veces el cerebro olvida, hay crecimiento. No lo contenemos todo, y que maravilla saberlo para seguir buscándolo.

A pesar de todo este mar existencial, me siento en el lugar que anhela mi corazón. Me siento feliz con respecto a las decisiones que he elegido para mi vida. Me siento acompañada de Dios, de mis amigos y mi familia. Además, siento ese anhelo inmenso de seguir conociendo, interpelando y dejando que otros, poco a poco, conozcan lo que llevo dentro para entonces yo también empaparme de lo que aquellos otros tienen para regalarme. A la misma vez que quiero aprender en mi aquí y ahora, académica y profesionalmente, también quiero seguir aprendiendo el arte de la humanidad. El arte más difícil de todos: sentirse parte de un mundo y estar constantemente pintándolo con los colores que están a mi alcance, y reconociendo en mis límites -dentro de esa misma paleta de tonalidades- que el mundo se me presenta infinito dentro de la finitud de mi experiencia. Hay días en que no entiendo las cosas que ocurren a mi alrededor, y aunque sé que nos pasa a todos, me cuesta poner en práctica eso que me dijo una adorada amiga: “no se trata de pensar que el mundo es mejor o peor”, sino de vivir en él, haciendo lo imposible. También, de saber entender que las vueltas y el desmoronamiento del mundo propio es parte de existir, no hay que obsesionarse con querer reconstruirlo todo hasta que quede “perfecto”, porque dentro de la imperfección que permanece hay vida, solo hay que esforzarse un poquito más para interpretarla.

En estos últimos días estoy viendo una serie coreana, de esas que no he podido disfrutar durante meses. Esta no es muy rosa, sino que habla de la vida misma en todos sus grises. En resumidas cuentas, la serie se trata de la vida de varias personas consideradas “miserables”, algunas lo tienen todo, pero no son felices, otras no tienen nada y tampoco son felices. Están en una constante lucha por lograr algo que al final no está bien cimentado. En uno de tantos diálogos entre los dos personajes principales, un ingeniero estructural dice: “Todo edificio es como una batalla entre fuerzas internas y externas: viento, peso, temblores… Nosotros tenemos que tener en cuenta todos los factores internos y externos que pueden afectar el edificio para que el diseño sea capaz de sopesar todo eso. Todo depende del peso, si es mayor o menor, de cuan fuerte debe ser cada piso, de cuántas personas puede soportar, etc. En fin, siempre tenemos que asegurarnos de que las fuerzas internas puedan soportar las externas. Y la vida de alguna manera, es una lucha entre esas fuerzas internas y externas. No importa qué pase, serás capaz de soportar cualquier cosa si tienes suficientes fuerzas internas. — ¿Y cuáles son esas fuerzas internas cuando se trata de la vida? ―, pregunta la chica que habla con él. — No lo sé―, responde él.”

Puede parecer que el “no lo sé” concluye con el libreto de filosofía y analogías de vida a la que ya no prestamos demasiada atención porque hemos escuchado sus réplicas diez mil y una vez, pero ese “no lo sé” es la puerta a una infinidad de posibilidades. Al menos a mí me permite hacerme violencia, e ir en contra del tránsito aunque incomode por momentos no seguir las reglas, decirle que no a lo tallado en piedra. Ese “no lo sé” al que a veces le tengo tanto miedo, es lo que permite fortalecer mis fuerzas internas desde el conocimiento del yo, del espíritu, del nosotros. Nos planteamos diariamente qué fuerzas externas nos harán mejores personas o nos permitirán cumplir nuestras metas, que comienzan siendo decisiones individuales. Estamos continuamente conversando con personas, topándonos con gente que habita nuestro mundo, todo el tiempo somos elementos de esas fuerzas externas. Nos imaginamos continuamente un futuro, unas metas, y también sin quererlo imaginamos las metas de los demás, y construimos una idea de lo que esa otra persona proyecta. Pero, ¿cómo sería imaginarse desde la nada, es decir, desde aquel que no tiene nada? ¿Sería en realidad una nada? ¿O sería la manera en que desde nuestro interior, desde nuestro solo cuerpo y consciencia, aceptamos ser nada, sin miedo, para que la vida, como decía la misma amada amiga, no tenga que ser ni peor ni mejor, pero vida? Vida con preceptos renovados, aunque suene a contradicción. Vida con creencias que se transforman. Vida con miedo, pero bailando con la valentía como reto. Vida entre nadas, que se permiten ser todo, juntos. Vida para aquel que ve en ti un universo, pero que también te permite a ti ser parte de sus constelaciones. Vida en compañía, en la que no tengamos que demostrar nada, pero a la misma vez soñar con todo. Vida en que las acciones diarias son nuestras más bellas ideas.

¿Así o más clichado? Todos los caminos y ninguno en especíico.

Silencio. Nada. Soledad. Que estas palabras formen parte de nuestro vocabulario para que luego de reparar nuestras fuerzas internas, sean silencio-melodía; Nada-en-todos; soledad-compañía. En fin, alegría. Un diccionario que no siga reglas gramaticales, ni connotaciones limitadas. Un diccionario que se vaya replanteando en el habla diaria, que nos permita usar todas las palabras a nuestro alcance para que desde la nada del ser podamos inventar y transformar ese “nada” y ese “todo” que entre comillas tienen miles de significados. Usar todas las palabras, sin miedo y con él. Así nada más encontrar todos los significados, juntos.

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Mónica Vega González

Literata y editora de carrera, estudiante de por vida. Escribiendo desde el silencio, pero siempre en salida ante el mundo.