“I am the human robusta”

Mónica Vega González
9 min readAug 7, 2023

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Luego de contemplar este atardecer, surgió la necesidad de escribir

Un chico sale de un examen. No aprueba. Va de camino a un café a calmar su pena, y tomar energía. Llega al café de la esquina, aquellos de edificios recónditos que parecen no decir nada. Antes de entrar, mira las evaluaciones del lugar en la web. Entra. Allí, en el café de la esquina, calma su frustración. Luego de ordenar su café, y sin beberlo aún, se duerme con su cabeza recostada en la mesa. Al despertar, el dueño del café va a la esquina en donde está el muchacho y le ofrece otro café caliente y un cruasán. El primer café frío que pidió está en la mesa, y el joven no lo ha bebido aún. El dueño le dice, “toma primero del café caliente que te acabo de servir, luego toma un sorbo del frío, que no tiene perdida. Así podrás identificar la diferencia.” (Ambos cafés tenían su encanto, el experto barista solo quería acompañar el día gris de aquel muchacho con dos sabores diferentes). El chico se enamora tras un sorbo y decide que quiere trabajar en aquel lugar, con este barista lleno de talentos para aprender de él. Insiste e insiste, porque, aunque tiene experiencia siendo barista, el dueño del café, quien trabaja solo, no necesita emplear a nadie más. Al final el dueño claudica, lo emplea, y le enseña al chico de maneras extraordinarias a sacar con diferentes métodos cada potencialidad de los granos de café. El dueño decide contactar a otro amigo suyo más exitoso que él, que es dueño de un café lujoso que vende cafés exquisitos para que el joven crezca y explote aún más lo que ha aprendido de él. Se alejan con dolor, pero ninguno dice nada. El dueño ha decidido recomendar a su empleado para este otro trabajo porque le van a cancelar el alquiler de su café, por lo que tendrá que cerrarlo. De esto no se entera el joven barista, se va sin saberlo todo. Cada cual acepta los tiempos, y las decisiones del otro. No se vuelven a ver hasta pasados unos años. El chico regresa al café, esta vez para probar un affogato que el dueño del café de la esquina está pensando incluir en el menú, excusa perfecta para volver a ver a su maestro, y amigo. Se miran a la cara con una sonrisa, y con ojos llenos de lágrimas. Han pasado muchos años, pero se encuentran allí en sus miradas. Se hablan del futuro, y el joven le comparte su anhelo de volver a aquel pequeño café, el de un solo dueño, su maestro…

Según una serie coreana, y un poeta puertorriqueño del que estudio su trabajo creativo, hay dos maneras de definir la felicidad: “the state of being sufficient, living life”, y entendiéndola como proceso “as is poetry”. El poeta añadía lo importante: “…and in both cases I try to live the process as best as I can and accept the end”. En miras de entender la felicidad que me rodea, que es parte de mí y de lo que me regalan otros que van a mi vera, me he propuesto tomar pausas de vez en vez, sin tiempo o con mucho de él, para ir escribiendo los por qué. Las razones de mi vida en el ahora, esos deseos que corren o caminan despacio en el día a día, cargados de un ímpetu sincero de crecer en el amor.

He vuelto a casa. Ya llevo ocho meses rodeada del amor más imperfectamente perfecto (y no es poquita cosa afirmarlo, ya lo sé). El viernes 31 de marzo comencé a escribir estas razones incompletas, y no es hasta hoy, dos días después, que uso mis dedos para contar el tiempo pasado aquí. Ocho meses.

Últimamente mi vida está llena de citas: las que anoto en mis cuadernos y entran o no en los capítulos de mi tesis de doctorado en literatura, y las que escribo en mis notas del celular, las personales, que hablan de mis luchas y también de cómo quiero acompañar mi vida de otras voces, de otras vidas. A veces hablan de mis tristezas, porque otro/a las ha descrito mejor que yo, o mejor aún, de lo que quiero llegar a ser por amor. La mayor parte de los protagonistas de estas citas no lo tienen todo claro, y está bien. Aun así, viven su vida lo mejor que pueden, dándolo todo, aunque fallen, duden, se quiebren, tomen pausas, o vayan inquebrantables a toda velocidad. Una de las escritoras de estas tantas citas definía la escritura como “la mejor manera de hablar de la cosa más difícil que conozco: el amor”. Sí, la escritura permite darles nombre a nuestros sentimientos, y hablar de las relaciones que nos forman, incluso de aquellas que nos destrozan un poquito o mucho por dentro. También del amor lleno de frutos de consuelo, que nos enseña a vivir en compañía, y es sinónimo de abrazos de palabras, de miradas y de acompañamiento constante y fiel. De esta última quiero escribir: del amor más fecundo que haya conocido jamás. El amor que es mi definición actual de infinito.

En este lugar el tiempo se vive de manera diferente: rápido, lento, con muchos roces de amor y palabra, con tiempo de silencio, pero siempre acompañada. En esta vuelta a casa no he podido expresar mi gratitud de manera contundente, abierta, constante y evidente a aquellos que me hacen partícipe de sus vidas, que son portento. Y ahí también está el milagro. Que me quieren así con todas mis faltas. Ensimismada. Que puedo ser yo, quebrada y en reconstrucción, con miles de defectos (y algunas virtudes) aunque a veces duela y sea errado. Que me cobija una atención que mira a mi cara y llama a mi nombre. Que poco a poco vuelvo a ser Mónica, aunque siempre de manera diferente. Que me ilusiona crecer, aunque duela, y que me desborda una gratitud que parece salir solo de mis ganas y de mi cuerpo, pero que me supera.

Primero, un paréntesis, para deshebrar algunas capas que explican el ímpetu de nombrar mi felicidad.

¿Por qué rota? ¿Por qué triste? –(en ocasiones)- ¿Por qué la partida? No creo que haga falta hablar de personas que ya no están, o de procesos que aún no sanan por completo. Para explicar esa parte ya he escrito muchos poemas en prosa, que son solo míos y andan en algún otro recoveco digital. Ahora lo que me urge escribir es por qué la felicidad, por qué aceptar el proceso, por qué vivir esta vida y ya está. Por qué atreverme a ser suficiente.

Solo dos, o tres razones. Y un paréntesis.

Me fui. Aquel apartamento que dejé, el de las ventanas grandes desde donde veía claramente las cuatro estaciones del año, nunca me echó por completo. Fue mi espacio feliz, mi guarida, donde compartía vida con otros y conmigo misma. Allí aprendí a ser adulta, lo que sigo aprendiendo, y estuve conmigo, a solas, de las maneras más bonitas y desgarradoras. De todas maneras, ese espacio pequeño al que un día llamé casa me susurró que sí debía irme, y me dijo que lo hiciera con la cabeza en alto. Me dijo que di todo lo que pude, e incluso más, dadas las fuerzas que al final me quedaron. Aquel lugar siempre será casa porque allí aprendí a conocerme más, a echar de menos, a tratar de dejar de dar por sentado, aunque fuese diminuto el esfuerzo, aunque diera tumbos en cada intento (incluso en mi presente). Allí incluso aprendí lo que el pueblo de Bloomington me estaba quitando: las formas del cuerpo y de la palabra que tantas veces se convirtieron en silencio, a costa de mí misma, y del empeño de agarrarme de personas que debía dejar ir, por amor. Allí detrás de aquella puerta roja podía mirarme al espejo y ser sincera conmigo misma, y decirme a la cara lo que estaba perdiendo. Allí en aquella sala, que era también mi cocina y mi habitación, me desnudé por completo mirándome a los ojos y mirando otros ojos que no respondieron. Quizá sí, como dice mi amiga, las baldosas de la casa se tornaban incluso más frías al desatar mis zapatos al final del día, hasta que el frío mismo hizo que volviera a ponerme el calzado (o los calcetines) para echar a andar a otro lugar. En el apartamento pequeño de Mónica aprendí a estar sola, pero también le tuve miedo a la soledad, y esta última fue una verdadera novedad que hizo que sintiera una urgencia por ir allá, en donde la compañía es fecunda, y es cobijo. Porque nunca me había dado miedo estar sola conmigo misma. Y esto, todavía estoy segura, lo tenía que recuperar. Otra casa era lo que necesitaba: la de brazos extendidos, y “la comida está lista”. “We need to know we’re not alone -especially when we are hurting”. Y así, rota por dentro, casa se convirtió en la mejor manera de sanar y de estar. Regresar a casa es amor, y me gustaría pensar que también es amar, aunque todavía me siento muy torpe en ello. Aunque recibo mucho más amor del que doy.

Entonces, poesía como proceso, parte de la felicidad, que es vivir esta vida. Pero, ¿cómo es este curso que me permite experimentar una felicidad fecunda?

“Vivir es des-vivirse”, así decía un jesuita mientras citaba a Teresa de Lisieux. Y añadía: “también es una prueba de amor ser capaz de vivir por otra persona. Desvivirse por otra persona.” Esta última cita en aquel momento se convertía en un buen resumen de mi dicha, y de ese vivir la vida, mi vida, con lo que venga. Mi vida acompañada de otras vidas. Al leerla, venían a mi memoria millones de experiencias, miles de nombres que se desviven por mí, y que extienden mi dicha. Los nombres siguen sumándose, y seguirán añadiendo a mi baile accidentado en mis rutinas.

Respuestas. La felicidad es mi familia. La felicidad es el mar, cuando me falta el aliento o cuando quiero dejar de producir palabras y razones. La felicidad es todos y cada uno de los atardeceres que me devuelven el alma al cuerpo. La felicidad sabe a la comida de mi madre; a las interrupciones que con gusto o con malestar recibo en la puerta de mi habitación, en la que los cuerpos que pasan por el marco de mi puerta van detrás y a mi lado hacia la terraza, en continuo movimiento. Esos mismos cuerpos que me traen fruta, dulces, me dicen dos o tres palabras, o me cuentan una anécdota. La felicidad son mi pequeño Nicolás, y mi pequeño Santiago. Tago conociendo a tití Mónica un poco más de cerca, un poco más constante que en el pasado, y ver la diferencia de un lejano agosto y de un cercano abril cuando ahora me pide él mismo que lo abrace. Felicidad es la reciente interrupción de mi padre al que no le cabía la sonrisa en su rostro hablando del mismo Tago, mientras me animaba a ver un vídeo del pequeño. Felicidad también es familiaridad. Felicidad es tener lágrimas en mis ojos, o sentirme desconectada de mí misma a la hora de dormir, y pasar largas o cortas horas mirando el techo con insomnio, sabiendo que detrás de mi puerta están ellos, mi Betania, mi lugar que en realidad son personas. Felicidad es ver cómo esas mismas personas que me aman se toman el tiempo para entender cómo estoy yo, y sin entender, regalarme su abrazo sanador. Felicidad es ser, poder darle tus propios colores a la rutina, y dejar que se mezclen con otros destellos. Felicidad es volver a darle voz a mi alma. Recuperarme siendo a la vez diferente. Recuperar espacios y personas. Bajar la guardia.

Al mirar una foto de uno de tantos atardeceres, en las playas en donde te reconoce la arena y el oleaje, me dije a mí misma: “y allí siempre estuvo la felicidad”. También está dentro de mí misma, de mi memoria, mis personas, de mi propia historia en construcción. Este espacio que son personas siempre será el lugar predilecto, aquel en el que no hacen falta las palabras, allí donde se disminuye la velocidad y simplemente estás. Y eres. Ellos y yo, mi más predilecta geografía.

…El estudiante barista se reencuentra con su maestro y le dice:

-I am the human robusta (hace una pausa volcando su mirada en la del maestro)

-I make the arabica stands out, but I’m still open to all possibilities, completa el joven

Sonríen. Nunca dejan de mirarse a la cara. Salen del café juntos. Acompañados. Arábica y robusta, robusta y arábica. Sin importar el orden ni la calidad de uno o de otro, sino enfatizando, sobre todo, en la potencialidad del codo a codo, de la posibilidad del yo, y del nosotros. De no solo aprender nombres, sino de construir historias. Juntos.

Esta historia coreana habla de encuentros. Mi vida son encuentros. Las posibilidades de volver por un sorbo de café. Posibilidades de regresar a casa. Casa de miradas recíprocas, de perderse allí en la(s) ventana(s) del alma.

Quizá yo soy el arábico. Tuve que venir hasta acá para enterarme. Mis personas, estas que me han ayudado y me siguen animando a describir la felicidad son “the human robusta”. Aquello que saca lo mejor de mí. Las que multiplican las posibilidades de ser. Al final la vida sí es poesía, un proceso. Y mi vida es suficiente.

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Mónica Vega González

Literata y editora de carrera, estudiante de por vida. Escribiendo desde el silencio, pero siempre en salida ante el mundo.