Cicatrices

En cada paso marcado hay una historia

Mónica Vega González
4 min readMay 16, 2019
Pixabay.

Dos tazas de café, como en la imagen. Me gustaría creer que todos estamos hechos de dos tazas de café. Evindentemente no en el sentido literal — somos más que dos tazas de café — , sino con otra connotación. Ojalá y siempre el ser humano pueda compartir en una mesa, dos tazas de café. Una para el yo, otra para el próximo, el que te mira de frente, o solo comparte contigo la vida.

Madre. Padre. Hermanos. Primos. Tías. Amistades. Vecinos. Profesores. Extraños. No tienen orden específico, en algunas vidas puede que alguno de esos terminos no aparezca, a veces nunca llega esa otra persona que te mira, te acompaña, te abraza, te pelea, te hace llorar. Es difícil imaginarlo, al menos para mí, porque mi vida se traduce en compañía. De todas maneras, vida es vida con sus diferentes variables. Vivimos en un mundo repleto de humanos, pero en ocasiones los caminos no se cruzan, porque vamos muy ocupados.

En los últimos años de mi vida me he planteado esta pregunta — aunque se me olvide enseguida — : ¿Será posible la completa empatía? ¿Será posible salir de uno mismo para mirar a otro ser humano en su lucha diaria, en sus miedos, y en todo aquello que compone su ser persona? La respuesta inmediata, tratando de escarbar en mi ser es: “sí, es bueno creer que es posible, pero todavía no llego a esa cumbre”. Ese todavía lo articulo con un poco de dolor, y de resentimiento conmigo misma. ¿Cómo aprender a ser todo para el otro? No daré respuestas al momento, aunque tenga algunas hipótesis. Creo que es una pregunta válida, siempre y cuando conlleve que el sujeto se mantenga en movimiento.

Al final de cada semestre académico, la Mónica existencial me visita. Me recuerda que dentro de tanto trabajo, no había tiempo para pensar en la vida y sus variables. Será porque pierdo más el tiempo; o quizá porque le doy rienda suelta a todo tipo de pensamientos. La brisa que entra por la ventana en este preciso momento, o los pájaros que no paran de cantar a distintas horas del día. Qué más da.

Soy una mujer de anécdotas. He ido tejiendo inconscientemente pequeños anclajes que me permiten respirar, llorar y sonreír en momentos específicos. Estos salvavidas, casi siempre, tienen formas humanas. Puede ser la persona con la comí en un restaurante hace unos días, o la amiga con la que compartí la tarde en el salón de mi pequeño hogar. También pueden ser lo actores de mis series favoritas, o la cantante que me permite dar espectáculos a tiempo y destiempo en mi ducha o mientras preparo la cena. Asimismo, puede ser la amiga con la que no quiero hablar porque he pasado un coraje, o la videollamada a mi familia, que contiene silencios porque la voz no consigue salir, y el ser humano prefiere, en ocasiones, quedarse con el yo, en vez de con el nosotros. ¿Está bien o mal? Sí, es parte de las ambivalencias del ser humano, pero sería bonito ir en contra de ellas. Dos tazas de café, como decía al comienzo. Dos benditas tazas de café.

Estos últimos meses ha habido desencuentros. También muchos encuentros. El único desencuentro que hubo parece cobrar más importancia en los momentos en que la Mónica existencial vuelve a casa — si alguna vez se va — . Y mi yo se pregunta el por qué, si siempre puedo identificar a alguien que me quiere, y me ama. Me parece que es la forma en la que he construído los cimientos de mi persona. En la manera por la que he optado afrontar la vida. Cuando adolescente y joven, no tenía tantos nombres en mi mapa de relaciones. Cuando salí de mi hogar por primera vez, los nombres crecieron en cantidades enormes y sorpresivas. Es un “tirijala” entre mis fuerzas y las del amigo que se suma a la historia de mi vida. Por eso empeñarse en las rupturas, me digo. De todas maneras, completo la oración afirmando, por eso también empeñarse en aprender a dejar ir, en reconocer que la palabra A-M-A-R tiene cuatro letras, pero distintas formas de deletrearla, en sanar o no sanar, pero pasar la página, y fijar la mirada en lo realmente importante.

Dos tazas de café, que me perdone el mejor escritor del mundo por repetirlo un sinnúmero de veces. Que nos derramemos como ese líquido exquisito que muchos disfrutamos: cálidamente, en la mañana, en la tarde, en la noche o cuando el cuerpo amerite una conversación amena o una confidencia que saque lágrimas, y sí, un par de carcajadas. Dos tazas de café que se endulcen mutuamente. Y aprender a andar, y de nuevo sacudirse el polvo de los zapatos, sin empeñarnos en la huella. Usted elige el contenido de la taza, claro está.

Mis memorias son cicatrices, que regresan cuando “tengo tiempo”. Lo curioso es que en cada vida hay muchas historias, líneas paralelas, divergentes o convergentes: que aunque se empeñan no pueden cruzarse, que se encuentran en un punto y luego van por caminos diferentes, o las que comienzan en puntos diferentes pero se unen en otro extremo. Todas son historias, la tarea es encontrar la libertad de compartir con los otros su iridiscencia, y de no tener miedo de las cicatrices: la piel no tiene que estar lisa en todo momento, la marca indica el paso del tiempo para entonces empeñarse en los destellos. Pasarán cinco días, y el contenido de mi taza irá acompañado durante este próximo verano. Qué dicha poder afirmarlo. Qué dicha “perder” el tiempo para hacer una huella digital en este espacio de escritura. Para doblar el cuerpo en dirección al suelo, y recoger uno a uno mis pedazos, y seguir puliendo.

Nunca termina, hasta que realmente acaba.

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Mónica Vega González

Literata y editora de carrera, estudiante de por vida. Escribiendo desde el silencio, pero siempre en salida ante el mundo.